Un ancla en el tiempo

Josefa

Josefa, de 92 años, acudía hace unos días al Museo del Prado, donde pudo contemplar por primera vez las Meninas, de Velázquez. Ese cuadro testigo de tantas miradas a lo largo de los años y que impera en el fondo de una gran sala. Un momento que recogió el periodista de Televisión Española, Carlos del Amor, que cambió su idea de reportaje por tal coincidencia. Sus ojos, los de Josefa, contemplaban absortos una obra testigo de otra época, lejana, como la suya. El arte suele traspasar la piel de todos, no tiene en cuenta nada más que la mirada del que quiere ver y dejarse llevar por ella. Algo así expresaban los ojos de la señora, que más allá del cuadro, se adentraba en todo un fascículo de emociones. Josefa nunca había estado el Prado, no conocía la pintura, ni mucho menos su época o estilo. Esta mujer, anclada en el tiempo, como las Meninas, solo atendía a recordar el hambre, las bombas de la Guerra Civil, las penurias y el trabajo duro, para sobrevivir, único anhelo entonces. Para ella, como para muchos otros, su vejez, instalada en una residencia de la comunidad de Madrid, es solo una espera y un recuerdo.

El documento del buen reportero me lanzó inmediatamente a nuestros pueblos (pocas cosas pasan que no lo haga), donde el ancla se agarra con fuerza en muchos de sus pocos habitantes, olvidados por todos, empezando por las administraciones y continuando por los que estamos alrededor. Hombres y mujeres cuyo estilo de vida sigue siendo el mismo que hace cinco o seis décadas, y que sin duda también constituyen el último testimonio de una época que muere lánguida. Les aseguro que aún quedan casos extremos. La pregunta siempre sobrevuela: ¿no pueden, o no quieren incorporarse al siglo XXI? Yo apuesto más por lo segundo, con dosis de lo primero (dentro de unas líneas lo explico), aunque no por ello deberíamos dejarles irse con el viento.

El ti Benito

Como muchas otras, les quiero contar la historia del ti Benito, que lleva viviendo desde que nació, hace 76 años, en la casa familiar del pueblo de Andiñuela de Somoza. Él solo desde hace casi medio siglo, cuando al fallecer sus padres; por cierto, uno de ellos, Melquiades, desmembrado tras ser pisado y arrastrado por un caballo en el camino a Villar de Ciervos, su hermana, Melchora, se fue a Astorga a ganarse el pan y las habas sirviendo.

Describir la vivienda es comprender su tipo de vida. Ésta no sigue fielmente la arquitectura de la zona, entrando por una gran puerta metálica, tipo cochera, colocada para facilitar el acceso del ganado que ya no tiene. Solo guarda, cuando arrecia el invierno, un burro y una yegua. Un patio con aperos de labranza, que sigue usando, anticipa la estancia principal, de piedra, sin revoque de ningún tipo. Una cocina presidida por un gran pote que cuelga de una viga de madera ennegrecida, encima de una leñera con una plancha metálica, donde prepara la comida, cerca un escañil, con una manta oscura y roída como tapete donde se sienta a comer la mitad de los días. La estancia la completan una mesa camilla de generosas proporciones, cubierta con un faldón verde bordado que Benito usa para taparse las piernas, una alacena, otra mesa más pequeña, un fregadero y una fresquera. No busquen el televisor, no lo hay. En la estancia contigua se encuentra el dormitorio. Cama con cabecero de forja, cómoda de nogal, quizás el mejor mueble de la vivienda, y una pequeña ventana al patio. Los suelos son de piedra en el caso de la cocina, de tierra pisada en el resto. Allí vive Benito a fecha noviembre de 2022. Tal cual lo hacia ese mismo mes de 1947, recién nacido. Tampoco busquen baño, ni aseo, ni ducha. Sigue habiendo pozo negro, debajo de un agujero abierto en un soporte en la cuadra aneja, que vacía él, y un lavadero en el patio con una pastilla de jabón, que fabrica él.

El día que conocí al ti caminaba delante de la yegua, que arrastraba un viejo carro. Iba a cortar leña a la finca que tiene a un par de kilómetros de su casa. En verano se abastece para el invierno. Hace poco tuvo jaleo con los forestales, cortó leña donde no debía, sin darse mucha cuenta, la verdad; espera la multa, que no piensa pagar. Ahora jubilado del pastoreo, se dedica a su huerto, donde siembra todo el año lo que corresponde a cada tiempo: lechugas, tomates, cebollas, calabazas, zanahorias… de todo, también legumbres o patatas, que completa con unos cuantos manzanos, castaños y ciruelos, al lado de la vivienda, que también recolecta. Seis gallinas, un gallo y la matanza. Poca cosa más necesita. Benito dice que no ha pisado nunca un supermercado, ni nada parecido. Hace pan de calabaza o compra la harina al vendedor ambulante de alimentación, que pasa de vez en cuando por el pueblo. El resto de enseres que pueda necesitar se lo procura su hermana cada vez que va a verlo. Melchora se pregunta qué va a pasar con él cuando ya no pueda desplazarse sola hasta Andiñuela. Es su único contacto con este siglo, con el médico, con las pilas para la linterna, con el banco, con la sociedad.

Oírlo hablar, algo no muy sencillo, supone todo un ejercicio de comprensión, y da buena cuenta también de la vida en los pueblos hacia la mitad del pasado siglo, cuasi analfabeta. Etnografía pura. Benito entremezcla palabras sueltas y mal pronunciadas, usa términos que no corresponden a lo que quiere decir, apenas utiliza tiempos verbales y sobre todo vocablos, como se pueden imaginar, que han perdido todo su contexto actual; amén de una curiosa pronunciación que hace de muchas palabras que acaban en “o”, sustituyendo dicha letra por una “u”, aunque no muy cerrada, como una especie de mezcla imposible entre ambas. “Vinu”, “caballu”, “pueblu”… Y no, no es “asturianu”, es diferente, imposible de expresar correctamente por escrito.

En definitiva, un hombre absolutamente anclado, no ya en su tiempo, sino en el de sus padres y abuelos, viviendo como se hacía ya hace una centena, y, aunque rara avis, no es el único caso, me consta, en la provincia de León. Benito nunca ha visto el mar, ni un cine siquiera. Hace varios años que se le estropeó el televisor y no lo ha repuesto porque no lo veía. Callado, melancólico, taciturno, agarrado al pueblo por costumbre, pero también por miedo, el ti sale a por piedras para tapar de nuevo el muro de la huerta. Camina lento. En su casa suena un aparato, es un pequeño teléfono Nokia de tapa que nunca saca de casa y que tiene por obligación de su hermana. Nunca llama, si acaso lo abre cuando suena y aprieta el botón verde: “¡A ver!”, responde siempre a Melchora. Así es. Benito no quiere irse del pueblo porque sabe que en realidad no puede, pero tampoco puede largarse de allí, porque sigue pensando que en realidad no quiere.

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