Vicisitudes de un cuarentón con gemelas

Las ‘pediatras’ de Instagram, y señoras con el “yo como madre” por bandera, te dicen que para preparar un biberón debes hervir el agua primero, aunque sea mineral de Lanjarón, tener esterilizadas todas las partes de éste y luego esperar a que la leche se torne tibia, para no abrasar al chaval, lógico. Pero ojo, también debes administrarlo lo antes posible para la no proliferación de bacterias. El nene debe estar inclinado a unos grados determinados por el riesgo de atragantamiento y el babero en invierno ha de ser de lana merina y de lino indio en verano… de verdad, no sé ya lo que es ficción o realidad en todo este asunto, pero cuando enfrente de ti tienes a dos personitas de 11 meses bramando a la vez por su maldita comida les aseguro que no te pones a hervir el agua en cantos extraídos de volcanes islandeses, y tampoco a colocar a la rapacería en posición Apolo 13 para tomarlo. Lo haces, como quien cambia las ruedas de un fórmula 1: a toda leche, y nunca mejor dicho, y se lo enchufas, antes de que te saquen las tripas con su mirada.

Y es que como suele ser habitual una cosa es la teoría y otra la práctica; más aún con gemelos, o gemelas, en este caso. Luego lo toman como si no hubiera un mañana, y se atragantan, y tosen, y más de una vez sale leche disparada que te pringa toda la cara, o fluye directa a esa camisa que pusiste limpita por la mañana para ir a currar, y se ríen, si, se ríen de ti, y de tu cara de payaso.

Hemos conseguido ver una serie, ¡bien!, con esfuerzo, estructurando sus capítulos de 40 minutos en pequeños episodios de 10; con lo que imagínense ustedes la alegría (y alivio) cuando hemos logrado acabarla, tras tropecientos días y sin tener ya ni pajolera idea de qué iba. Algo parecido con las películas. He tardado un mes en ver ‘Oppenheimer’, que casi me había dado tiempo a construir la puñetera bomba en mi casa. Por no hablar de la lectura: tengo rota la napia de las leches que me da el libro en la cara cuando se me cae al intentar la osadía de leer en la cama. Esfuerzos hercúleos para pasar la página antes de cerrar los ojos. Y eso que tiro de lo último de Aramburu o Mendoza, ligero, que me saque la sonrisa, imagínense que me pongo con Proust. 

Todo es así, y todo compensa, unas veces más que otras, también les digo. Por eso me encanta ver esos videos de mamás que pueden ocupar tres horas en preparar croquetitas de brócoli o tortitas de coliflor y garbanzos de Pedrosillano, que chuli, para que luego el ‘colegui’ tarde otras tres horas en zamparlo. Mamás que, además, trabajan y escriben libros y ganan el premio ‘Planeta’.  En mi casa, la meta, tal y como nos recomendó la pediatra de Astorga, sin mucho Instagram, es sobrevivir al día, que las peques sigan respirando y a poder ser sonriendo. El amor, el cariño y los besos son innegociables, el resto se lo dejo a las ‘influencers’ con apellido ‘mipediatra’ y a las mamás y papás con tiempo para reunirse con el decorador de la habitación del niño para elegir los vinilos; yo en cuanto pueda me pongo a ello, lo prometo.

No sé si será por tener gemelas, o porque no soy lo suficientemente eficiente en mi labor de padre, o quizás porque me iría mejor con diez años menos, pero no me da la vida ni para poner un cuadro en la pared; bueno sí, uno he puesto, en casi un año. Con un par. Pero bien nivelado, eso sí. La rueda que gira todo el día sin parar ni un instante. Fíjense ustedes que tal es así, que cada periodo del día viene con curvas, la noche no es una excepción. Cuando una se despierta a las 4 de la mañana y se pone como la caseta de los Chichos en la Feria de Abril, hay que salir corriendo, zumbando pasillo arriba con la enana, porque si no eres rápido sacándola del lugar del crimen se despierta la otra y se arma el belén, la marimorena y el duelo en OK Corral todo junto, todo a la vez en todas partes. Si no hay suerte ya dejas que salga el sol por Antequera y llamas a los bomberos, que ahora están en Celada de la Vega manguera en ristre. 

Cuando uno está solo con las dos, y tiene que moverlas, también es todo un ejercicio de fe; fe en que no ocurra una desgracia y fe en las buenas personas, que apenas conoces pero que a veces tienes que pedir ayuda. No teniendo el carro en casa, porque no entra, ¿cómo harían ustedes? Pues nosotros bajamos a una, la amarramos en el carrito que está en el portal, allí queda como Gary Cooper en Hadleyville. Subimos a por la otra a toda pastilla, que a su vez también ha quedado sola como el as de picas metida en el parquecito y normalmente intentando comerse un trozo de tela de esa su “cárcel” particular, mientras protesta contra el árbitro del partido, para que la saque a jugar cuanto antes. Una vez haces todo ese proceso y estás con todo montado en la calle te das cuenta de que has olvidado el móvil, la cartera o la cabeza en casa, y pasa por allí la dependienta de una confitería cercana a la que, tras casi un año de penurias y de realizar todo el proceso anteriormente descrito en estas situaciones, te lanzas a pedirle que se quede “un momentín” con las crías, que la miran con esos ojos grandes y verdes como las vacas al tren. De esas muchas, sobreviviendo y pidiendo ayuda a la comunidad.

Un trabajo de equipo liderado por la mamá que pone orden en el caos en la medida que puede. Duro, difícil, cansado, muy cansado, agotador, estresante y un poco desasosegante. Pero qué les voy a contar a ustedes, todo por una sonrisa, aunque lleves un año sin dormir. Ana y Lola balbuceando, mirando pícaramente, gateando a mil por hora, sonriendo, carcajeándose, acurrucándose encima de ti, tirándote del pelo, babeándote, meándose en tu mano, chupándote la cara, pellizcándote el brazo… cada gesto se come a bocados las penurias y el cansancio, los cabreos y discusiones, los sinsabores… y el que lo vivió, lo sabe.

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