Acerca de Álvaro Sutil

Blog de Álvaro Sutil. Redactor y locutor en Onda Cero La Bañeza y Astorga. Ex redactor en 'El Día de León', 'El Mundo', 'La Crónica de León' y 'Punto Radio'. También he sido articulista en La Nueva Crónica, Ileon.com, Astorgaredaccion.com y el Faro Astorgano. Un buen puñado de años trabajando (y muchos más viviendo) como corresponsal para las comarcas de Astorga y La Bañeza han hecho que las ame, las valore, las respete, y también las conozca. Desde 1998 escribiendo para todo aquel que quiera leerme.

Vicisitudes de un cuarentón con gemelas

Las ‘pediatras’ de Instagram, y señoras con el “yo como madre” por bandera, te dicen que para preparar un biberón debes hervir el agua primero, aunque sea mineral de Lanjarón, tener esterilizadas todas las partes de éste y luego esperar a que la leche se torne tibia, para no abrasar al chaval, lógico. Pero ojo, también debes administrarlo lo antes posible para la no proliferación de bacterias. El nene debe estar inclinado a unos grados determinados por el riesgo de atragantamiento y el babero en invierno ha de ser de lana merina y de lino indio en verano… de verdad, no sé ya lo que es ficción o realidad en todo este asunto, pero cuando enfrente de ti tienes a dos personitas de 11 meses bramando a la vez por su maldita comida les aseguro que no te pones a hervir el agua en cantos extraídos de volcanes islandeses, y tampoco a colocar a la rapacería en posición Apolo 13 para tomarlo. Lo haces, como quien cambia las ruedas de un fórmula 1: a toda leche, y nunca mejor dicho, y se lo enchufas, antes de que te saquen las tripas con su mirada.

Y es que como suele ser habitual una cosa es la teoría y otra la práctica; más aún con gemelos, o gemelas, en este caso. Luego lo toman como si no hubiera un mañana, y se atragantan, y tosen, y más de una vez sale leche disparada que te pringa toda la cara, o fluye directa a esa camisa que pusiste limpita por la mañana para ir a currar, y se ríen, si, se ríen de ti, y de tu cara de payaso.

Hemos conseguido ver una serie, ¡bien!, con esfuerzo, estructurando sus capítulos de 40 minutos en pequeños episodios de 10; con lo que imagínense ustedes la alegría (y alivio) cuando hemos logrado acabarla, tras tropecientos días y sin tener ya ni pajolera idea de qué iba. Algo parecido con las películas. He tardado un mes en ver ‘Oppenheimer’, que casi me había dado tiempo a construir la puñetera bomba en mi casa. Por no hablar de la lectura: tengo rota la napia de las leches que me da el libro en la cara cuando se me cae al intentar la osadía de leer en la cama. Esfuerzos hercúleos para pasar la página antes de cerrar los ojos. Y eso que tiro de lo último de Aramburu o Mendoza, ligero, que me saque la sonrisa, imagínense que me pongo con Proust. 

Todo es así, y todo compensa, unas veces más que otras, también les digo. Por eso me encanta ver esos videos de mamás que pueden ocupar tres horas en preparar croquetitas de brócoli o tortitas de coliflor y garbanzos de Pedrosillano, que chuli, para que luego el ‘colegui’ tarde otras tres horas en zamparlo. Mamás que, además, trabajan y escriben libros y ganan el premio ‘Planeta’.  En mi casa, la meta, tal y como nos recomendó la pediatra de Astorga, sin mucho Instagram, es sobrevivir al día, que las peques sigan respirando y a poder ser sonriendo. El amor, el cariño y los besos son innegociables, el resto se lo dejo a las ‘influencers’ con apellido ‘mipediatra’ y a las mamás y papás con tiempo para reunirse con el decorador de la habitación del niño para elegir los vinilos; yo en cuanto pueda me pongo a ello, lo prometo.

No sé si será por tener gemelas, o porque no soy lo suficientemente eficiente en mi labor de padre, o quizás porque me iría mejor con diez años menos, pero no me da la vida ni para poner un cuadro en la pared; bueno sí, uno he puesto, en casi un año. Con un par. Pero bien nivelado, eso sí. La rueda que gira todo el día sin parar ni un instante. Fíjense ustedes que tal es así, que cada periodo del día viene con curvas, la noche no es una excepción. Cuando una se despierta a las 4 de la mañana y se pone como la caseta de los Chichos en la Feria de Abril, hay que salir corriendo, zumbando pasillo arriba con la enana, porque si no eres rápido sacándola del lugar del crimen se despierta la otra y se arma el belén, la marimorena y el duelo en OK Corral todo junto, todo a la vez en todas partes. Si no hay suerte ya dejas que salga el sol por Antequera y llamas a los bomberos, que ahora están en Celada de la Vega manguera en ristre. 

Cuando uno está solo con las dos, y tiene que moverlas, también es todo un ejercicio de fe; fe en que no ocurra una desgracia y fe en las buenas personas, que apenas conoces pero que a veces tienes que pedir ayuda. No teniendo el carro en casa, porque no entra, ¿cómo harían ustedes? Pues nosotros bajamos a una, la amarramos en el carrito que está en el portal, allí queda como Gary Cooper en Hadleyville. Subimos a por la otra a toda pastilla, que a su vez también ha quedado sola como el as de picas metida en el parquecito y normalmente intentando comerse un trozo de tela de esa su “cárcel” particular, mientras protesta contra el árbitro del partido, para que la saque a jugar cuanto antes. Una vez haces todo ese proceso y estás con todo montado en la calle te das cuenta de que has olvidado el móvil, la cartera o la cabeza en casa, y pasa por allí la dependienta de una confitería cercana a la que, tras casi un año de penurias y de realizar todo el proceso anteriormente descrito en estas situaciones, te lanzas a pedirle que se quede “un momentín” con las crías, que la miran con esos ojos grandes y verdes como las vacas al tren. De esas muchas, sobreviviendo y pidiendo ayuda a la comunidad.

Un trabajo de equipo liderado por la mamá que pone orden en el caos en la medida que puede. Duro, difícil, cansado, muy cansado, agotador, estresante y un poco desasosegante. Pero qué les voy a contar a ustedes, todo por una sonrisa, aunque lleves un año sin dormir. Ana y Lola balbuceando, mirando pícaramente, gateando a mil por hora, sonriendo, carcajeándose, acurrucándose encima de ti, tirándote del pelo, babeándote, meándose en tu mano, chupándote la cara, pellizcándote el brazo… cada gesto se come a bocados las penurias y el cansancio, los cabreos y discusiones, los sinsabores… y el que lo vivió, lo sabe.

Martes: del verde al amarillo

Con un vaso de agua en la mano, y mirando el sol frotar impasible las hortensias, algunas ya quemadas, planeo el recorrido antes de que la casa despierte. La Maragatería, de nombre sonoro y muerta fisonomía, que decía Concha Espina, acoge mis pedaladas mostrando su rigor, pero en apenas unos kilómetros también sabe ser agradecida. Al albor del río Turienzo, y en dirección al monte Teleno, carraspean algunas verdes praderas entre el amarillento campo, que me recuerda de inmediato el color del pelo de mi sobrino Nacho, así como grandes chopos, que ondean al viento pasando por Val de San Lorenzo. Me gusta recorrer las calles de los pueblos por los que paso, no atajo nunca, así que, llegado a la textil villa, me dirijo hasta la plaza del mesón y giro a la izquierda para transitar hasta la iglesia, camino de Val de San Román. Las huertinas van apareciendo y el paisaje va cambiando, a modín, que se suele decir, sin ínfulas ni pretensiones. Se abandonan casas arrieras para ver otro tipo de construcciones, al menos en esta parte baja de la comarca que acoge serpenteante al ciclista. El camino vecinal hasta el Agostedo, en pésimas condiciones, deja ver algún resquicio del sagrado monte, mientras que, vista a la izquierda, se observa la vegetación deslizarse a ambos lados del cauce; se respira de otra manera. Saben mis lectores más habituales la peculiar fascinación que profeso por San Martín, que se ve, coqueto y caprichosamente enclavado en un pequeño valle, desde la carretera que une el camino vecinal con el de Santiago. Leía hace unos días la propuesta cultural que se está desarrollando en el pueblo, de la mano de una escultora allí afincada y el profesor Gómez Montero, y aunque creo que la palabra ‘eco’ está perdiendo su significado por sus nuevos y dudosos usos, aquí también, me parece una gran iniciativa estos encuentros poéticos y ‘filandónicos’. Entre sus calles, y transitada la plaza de la Cruz, pude coger un camino que nos lleva a diferentes rutas propuestas por el Ayuntamiento de Santa Colomba de Somoza, pero que a mi me condujo directo a Murias de Pedredo, discurriendo entre densa vegetación que aviva esa difunta fisonomía de la que se hablaba en la ‘Esfinge Maragata’. Saliendo al lado de la iglesia, por la plaza Amable Liñán, en un pueblo con cierto parecido al vecino y con profusa vida ahora en verano, comprobé en pocos metros como el pulso de lo rural sigue latiendo fuerte. Un labrador apilando paja en un carro que sujeta una paciente yegua, que intenta a su vez voltear su rostro para llegar a esa paja que el labrador coloca en el carro. Un pastor de diez ovejas dando de comer al perro que de reojo sigue vigilando el rebaño mientras devora el hueso que el pastor le ha dado. Un vecino que recolecta un ciruelo del que come un vencejo al que intenta espantar el vecino que recoge ciruelas del ciruelo enredado. Una ruta que me sube a Pedredo y que por fin me devuelve de nuevo a mi pueblo, donde los carros daban la vuelta en los empedrados patios, pasando inexorablemente, otra vez, del verde al amarillo.

El cocherito, leré

“Señora, si levanta más el carro, me va a tirar a las niñas”, le dije asustado. “Es que, si no, no las veo”, me contestó de inmediato y apoyándose todavía más. Coño, y tan ancha. Ni un poco colorada se puso mi desconocida amiga ante la advertencia. Amigos, he descubierto ese deporte de riesgo del que me habían hablado: pasear con un carro gemelar y dos criaturas dentro (y no morir en el intento). Abro hilo, si me dejan escribir…

Llama la atención, lo reconozco, y más en un pueblo, el tema gemelos; gemelas, en este caso. Pero la fantástica yincana a la que todos los días nos enfrentamos, cada vez por suerte con menos obstáculos, desde mi casa hasta la plaza, o la muralla, o el Jardín de la Sinagoga, no mucho más de 300 metros en cualquiera de los puntos, es para contar. Armado con adarga antigua, mi más cínica sonrisa y toallitas desinfectantes, voy por la vida ahora, amén de procurar un día más respirando y sin infecciones a mis hijas. Suelen ser señoras, las que advierten de forma verbal lo que en ese preciso momento requieren las pequeñas, tocan sin permiso, o lo habitual; las dos cosas a la vez. Empiezan por un pie, mientras te sueltan un “¡Uhh, tápala que los tiene helados!”. Luego, provistas de una confianza extraordinaria, suben hacia los bracitos, y si no cortas la hemorragia acaban frotando su mano por la cara, mientras introducen más y más la cabeza en las profundidades del capazo, donde llegan, vaya si llegan, para rociar la pequeña faz con un buen guiso de saliva, porque, evidentemente, el proceso lo suelen hacer sin dejar de hablar ni un instante, oiga, a un volumen considerable.

Hubo un día, no miento, que una de ellas cogió la mantita, que les llegaba a la cintura, y la subió hasta cubrir totalmente a la niña, vamos, como si fuera un cadáver. Ojiplático, y ciertamente asustado, pregunté a la paisana el porqué de aquel amortajamiento, pobre hija mía, aludiendo la señora a la posibilidad de una otitis inmediata y fulminante si no cubríamos las orejinas. No sabía si reír, llorar o embalsamar a la buena mujer con la puñetera mantita.

Mención destacada merecen también las manadas de señoras, que se mueven rápido y todas juntas para rodear el cochecito. Es impresionante verlas en acción. En un instante tienes a cinco o seis acechando, pasando por detrás de ti y tomando posiciones. Estás muerto, has perdido el control del carro, te encuentras tres pasos por detrás y la recua sujeta el asidero, normalmente entre dos, mientras que otras guardan los flancos, y alguna más asoma por la cabeza del capazo, en una visión desde abajo, imagínense, terroríficamente poliédrica. Pobres niñas; no puedo describir lo que sucede a continuación, de verdad que no puedo. Como señalaba antes, con adarga, apartando sutilmente con los brazos, e intentando no ser borde (o lo menos posible) voy recuperando a las chavalas, que muestran su pavor e incredulidad. Una de las crías, Ana, cuando se van estornuda, no falla.

Consejos todos, de todo tipo, y preguntas, muchas preguntas y cuantiosas afirmaciones también. Dos son las curiosidades estrella. “Niño y niña, ¿verdad?” mientras se apoyan en las dos capotas más rosa barbie que pude encontrar, será por lo de la igualdad de género que no atinan, digo yo. La segunda es más escatológica, “oye, ¿y hacen caca a la vez?”. ¿En serio? Pues oiga, es una cuestión muy demandada la cronología y simultaneidad de las deposiciones de las gemelas. Me han interrogado sobre el banco donde abrir la cuenta infantil, la marca del humidificador del dormitorio; cosas muy raras la verdad… “Mire, no tengo ni una cosa ni la otra”. Una mezcla de Valle-Inclán, Kafka y Berlanga. Dando un paseo a las tres semanas de nacer, incluso tuvimos que escuchar, “¿pero cómo las sacáis tan pequeñinas de casa? ¡Pobrecitas!”, mientras yo pensaba: pobrecitas si en 20 días no las hubiéramos sacado.

También las hay que exigen su derecho inalienable a verlas, sin importar cuanta prisa, o no, tengas. Recuerdo otra ocasión que tuvimos que salir de una cafetería con cierta urgencia, al tiempo que dos señoras esgrimían un “ay, ay, a ver a ver esos bebés”; continuando hacia la puerta y haciéndome descaradamente el sordo (cosa que a ellas también se les da bien) tuve que escuchar con disparatado enojo un “¿qué pasa, que no nos los quieres dejar ver?”, y echando por tierra toda mi paciencia espeté: “¡Efectivamente, señora!”. Reconozco que es gracias a la mamá el salir airosos de tan esperpénticas situaciones sociales, torea que es una maravilla. Mi sonrisa falsa es totalmente increíble, o sea, que nadie se la cree.

Desde luego nadie (o casi) quiere ir a molestar, algunas personas solo se dejan llevar, digamos, más de la cuenta por el entusiasmo, por lo tanto, vaya mi agradecimiento a cuantos se han interesado por Lola y Ana estos meses. Ha sido un verdadero ejercicio de paciencia y civismo el mío, que para algo me servirá, digo yo. Espero, no obstante, que para mis próximos gemelos este articulo haya sido leído por la mayor cantidad de gente posible, sabiendo también que esto es eso, solo un artículo. Gracias.

Corred, corred, malditos

Corred por el campo, entre las grietas del asfalto. Corred por la tarde, a mediodía y en domingo, corred si sois valientes, si no queréis que os cojan o si pretendéis coger. Corred canallas por vuestra vida, corred por lo que podáis temer, corred si tenéis hambre, corred si queréis beber. Corred entre la bruma, si hay sol, y por entre la mar su espuma. Corred hacia el oro, la plata o el tesoro. Corred si no tenéis porqué, corred también por motivo, el que mejor diseñéis. Corred solitarios, corred en campaña, corred por corred, corred por atender. Corred malditos si queréis, corred benditos si pretendéis. Corred para encontraros y también si os queréis perder.

Pero que el motivo sea respirar, que decía un buen corredor, o más bien inspirar, y que al espirar lo inspirado, los problemas, con rima fácil, se hayan largado. Y sirva esta oda a la felicidad de mis miles de kilómetros pisados, enjaulados en la cuenta de más de una década martilleando. Por si algún día no puedo correr, vaya por delante esta carta de amor al ritmo, la cadencia, el desnivel, los cientos de dolores por correr, nunca superados por la bendición de poder, pues eso, ya saben, correr.

Dense cuenta del tiempo invertido en correr. Correr tres mil kilómetros al año, no es correr por correr. Es correr ocho mil metros al día, cada día, de cada semana, de cada mes correr, y así las hojas del calendario se arrancan sin querer. De arriba abajo, uno ha corrido con fiebre, migrañas, mocos, dolor de oídos y picor de garganta, hasta sin saber con pulmonía, un poco, dolor de barriga y de riñón, del trocánter y colofón. En una pierna por delante, en la otra por detrás, alguna lesión siempre llega, les gusta saludar. Isquios, cuádriceps y mi dolorida rodilla, hasta con un quiste meniscal, por no hablar de los cartílagos y fiestas de guardar. 

Pero da igual señores, uno sale y a olvidar, porque correr es eso, salir a disfrutar. Con amigos muchas veces, pero sobre todo soledad, de estar solo, pensando en los demás, en cientos de miles de cosas, en tantas horas repartidas, en más de una década de vida, y de filosofía. Ideas, trabajos, proyectos, todo fluye mejor, al menos para ver cómo desaparece, en el fondo de un cajón. Al principio corred para adelgazar, enseguida corred para superar, al final corred para saber encajar, las hostias de la vida que se presentan, casi todas, sin avisar. Lo bueno es correr también para celebrar, que de vez en cuando se presta, no quiero, no puedo, no espero más.

Para que sepan de qué hablo, cuando hablo de correr, querido Murakami, he corrido señor mío, he corrido por usted. He corrido por las vegas, montañas y llanuras, he corrido por los valles, he corrido por las calles, he corrido entre la nieve del Teleno y frente al romano Coliseo. He corrido en las marismas, he corrido en los albores, he corrido defendiendo, he corrido con temores, he corrido caminando, he corrido susurrando, he corrido despacito, he corrido reptando. He corrido marcha atrás, he corrido de rodillas, he corrido, virgencita, he corrido de cuclillas. No sé cómo más correr, me falta correr dormido, pronto lo conseguiré. He corrido con lágrimas, he corrido sin ganas, he corrido mamacita, con tu imagen infinita. He corrido, quizás, más de lo que puedo correr. Pero correr es solo eso, saber cómo quieres perder. Puedes perder corriendo, o puedes perder sin correr.

Un ancla en el tiempo

Josefa

Josefa, de 92 años, acudía hace unos días al Museo del Prado, donde pudo contemplar por primera vez las Meninas, de Velázquez. Ese cuadro testigo de tantas miradas a lo largo de los años y que impera en el fondo de una gran sala. Un momento que recogió el periodista de Televisión Española, Carlos del Amor, que cambió su idea de reportaje por tal coincidencia. Sus ojos, los de Josefa, contemplaban absortos una obra testigo de otra época, lejana, como la suya. El arte suele traspasar la piel de todos, no tiene en cuenta nada más que la mirada del que quiere ver y dejarse llevar por ella. Algo así expresaban los ojos de la señora, que más allá del cuadro, se adentraba en todo un fascículo de emociones. Josefa nunca había estado el Prado, no conocía la pintura, ni mucho menos su época o estilo. Esta mujer, anclada en el tiempo, como las Meninas, solo atendía a recordar el hambre, las bombas de la Guerra Civil, las penurias y el trabajo duro, para sobrevivir, único anhelo entonces. Para ella, como para muchos otros, su vejez, instalada en una residencia de la comunidad de Madrid, es solo una espera y un recuerdo.

El documento del buen reportero me lanzó inmediatamente a nuestros pueblos (pocas cosas pasan que no lo haga), donde el ancla se agarra con fuerza en muchos de sus pocos habitantes, olvidados por todos, empezando por las administraciones y continuando por los que estamos alrededor. Hombres y mujeres cuyo estilo de vida sigue siendo el mismo que hace cinco o seis décadas, y que sin duda también constituyen el último testimonio de una época que muere lánguida. Les aseguro que aún quedan casos extremos. La pregunta siempre sobrevuela: ¿no pueden, o no quieren incorporarse al siglo XXI? Yo apuesto más por lo segundo, con dosis de lo primero (dentro de unas líneas lo explico), aunque no por ello deberíamos dejarles irse con el viento.

El ti Benito

Como muchas otras, les quiero contar la historia del ti Benito, que lleva viviendo desde que nació, hace 76 años, en la casa familiar del pueblo de Andiñuela de Somoza. Él solo desde hace casi medio siglo, cuando al fallecer sus padres; por cierto, uno de ellos, Melquiades, desmembrado tras ser pisado y arrastrado por un caballo en el camino a Villar de Ciervos, su hermana, Melchora, se fue a Astorga a ganarse el pan y las habas sirviendo.

Describir la vivienda es comprender su tipo de vida. Ésta no sigue fielmente la arquitectura de la zona, entrando por una gran puerta metálica, tipo cochera, colocada para facilitar el acceso del ganado que ya no tiene. Solo guarda, cuando arrecia el invierno, un burro y una yegua. Un patio con aperos de labranza, que sigue usando, anticipa la estancia principal, de piedra, sin revoque de ningún tipo. Una cocina presidida por un gran pote que cuelga de una viga de madera ennegrecida, encima de una leñera con una plancha metálica, donde prepara la comida, cerca un escañil, con una manta oscura y roída como tapete donde se sienta a comer la mitad de los días. La estancia la completan una mesa camilla de generosas proporciones, cubierta con un faldón verde bordado que Benito usa para taparse las piernas, una alacena, otra mesa más pequeña, un fregadero y una fresquera. No busquen el televisor, no lo hay. En la estancia contigua se encuentra el dormitorio. Cama con cabecero de forja, cómoda de nogal, quizás el mejor mueble de la vivienda, y una pequeña ventana al patio. Los suelos son de piedra en el caso de la cocina, de tierra pisada en el resto. Allí vive Benito a fecha noviembre de 2022. Tal cual lo hacia ese mismo mes de 1947, recién nacido. Tampoco busquen baño, ni aseo, ni ducha. Sigue habiendo pozo negro, debajo de un agujero abierto en un soporte en la cuadra aneja, que vacía él, y un lavadero en el patio con una pastilla de jabón, que fabrica él.

El día que conocí al ti caminaba delante de la yegua, que arrastraba un viejo carro. Iba a cortar leña a la finca que tiene a un par de kilómetros de su casa. En verano se abastece para el invierno. Hace poco tuvo jaleo con los forestales, cortó leña donde no debía, sin darse mucha cuenta, la verdad; espera la multa, que no piensa pagar. Ahora jubilado del pastoreo, se dedica a su huerto, donde siembra todo el año lo que corresponde a cada tiempo: lechugas, tomates, cebollas, calabazas, zanahorias… de todo, también legumbres o patatas, que completa con unos cuantos manzanos, castaños y ciruelos, al lado de la vivienda, que también recolecta. Seis gallinas, un gallo y la matanza. Poca cosa más necesita. Benito dice que no ha pisado nunca un supermercado, ni nada parecido. Hace pan de calabaza o compra la harina al vendedor ambulante de alimentación, que pasa de vez en cuando por el pueblo. El resto de enseres que pueda necesitar se lo procura su hermana cada vez que va a verlo. Melchora se pregunta qué va a pasar con él cuando ya no pueda desplazarse sola hasta Andiñuela. Es su único contacto con este siglo, con el médico, con las pilas para la linterna, con el banco, con la sociedad.

Oírlo hablar, algo no muy sencillo, supone todo un ejercicio de comprensión, y da buena cuenta también de la vida en los pueblos hacia la mitad del pasado siglo, cuasi analfabeta. Etnografía pura. Benito entremezcla palabras sueltas y mal pronunciadas, usa términos que no corresponden a lo que quiere decir, apenas utiliza tiempos verbales y sobre todo vocablos, como se pueden imaginar, que han perdido todo su contexto actual; amén de una curiosa pronunciación que hace de muchas palabras que acaban en “o”, sustituyendo dicha letra por una “u”, aunque no muy cerrada, como una especie de mezcla imposible entre ambas. “Vinu”, “caballu”, “pueblu”… Y no, no es “asturianu”, es diferente, imposible de expresar correctamente por escrito.

En definitiva, un hombre absolutamente anclado, no ya en su tiempo, sino en el de sus padres y abuelos, viviendo como se hacía ya hace una centena, y, aunque rara avis, no es el único caso, me consta, en la provincia de León. Benito nunca ha visto el mar, ni un cine siquiera. Hace varios años que se le estropeó el televisor y no lo ha repuesto porque no lo veía. Callado, melancólico, taciturno, agarrado al pueblo por costumbre, pero también por miedo, el ti sale a por piedras para tapar de nuevo el muro de la huerta. Camina lento. En su casa suena un aparato, es un pequeño teléfono Nokia de tapa que nunca saca de casa y que tiene por obligación de su hermana. Nunca llama, si acaso lo abre cuando suena y aprieta el botón verde: “¡A ver!”, responde siempre a Melchora. Así es. Benito no quiere irse del pueblo porque sabe que en realidad no puede, pero tampoco puede largarse de allí, porque sigue pensando que en realidad no quiere.

Prada de la Sierra y su ‘Grupo Salvaje’

La ‘Wild Bunch’ de Sam Peckinpah atracaba los bancos del oeste americano cuando este ofrecía ya sus últimos estertores. Un grupo aún a caballo y con el ‘colt’ al cinto que se negaba a abandonar la idea y el espíritu de una época que los había vuelto casi invencibles, tragada ahora por el vapor del tren y los caballos que el señor Ford iba a empezar a enjaular bajó un capó metálico. Se negaba el señor Pike Bishop (William Holden) a abandonar su idea de vida, y luchó por conservarla hasta que murió, desangrado, sobre todo, por la pena.

Los caballos y los viejos hombres aferrados a un pasado mejor, muerto y sepultado por las enormes tragaderas del asfalto que poco a poco devora todo a su paso. Este es el día a día de los pueblos, de las zonas rurales que perecen aun llenas de enorme belleza natural, que parecen servir solo al domingueo del intrépido excursionista que desea darle nuevos aires a su perfil de Instagram. Y gracias. 

Cual ‘Grupo Salvaje’, los vecinos, 11 ya, de Prada de la Sierra (municipio de Santa Colomba de Somoza) han sacado sus oxidados Magnum y Smith and Wesson, los han desempolvado y tras muchos años “pegando tiros” (entrecomillo, que no quiero líos) han conseguido que su pueblo vuelva a ser, o mejor dicho, vuelva a estar. Juez mediante, y si no hubiera recurso de por medio, que habrá que verlo, el Instituto Nacional de Estadística (INE) volverá a incluir esta localidad en el mapa a todos los efectos. Todo ello bajo un Ayuntamiento que no quiere más pueblos a mantener, 16 tiene, con un alcalde que anima a los vecinos de Prada a instalarse en otros puntos cercanos que ya tengan “todos los servicios”. No sé si se dará cuenta el bueno de José Miguel, señor regidor, que la gente no se aferra a un trozo de tierra, sino a lo que ha habido sobre ella. Las piedras puestas por sus abuelos, o los padres de sus abuelos, los recuerdos, las vivencias, el sentimiento de pertenencia a un lugar, por muy remoto que este sea. Eso no se traslada con un camión de mudanzas, ni con cien. 

Vecinos poniendo letreros a sus calles, placas solares a sus casas para tener luz, conexiones con los pozos para tener agua, alcantarillado… cuando se tiene la firme voluntad de algo se hace, o como diría el maestro Yoda: “hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”. Eso es hacer mundo rural, señores. Llegados a este punto, el de contribuir para que no mueran nuestros pueblos, uno ya está hasta el gorro de dar noticias de reuniones de mesas, sillas y ventanas por León, que solo sirven para que catorce políticos salgan en los papeles y vayan a comer, para montar un chiringuito con sueldos y retranca doctoral y de paso mostrar falsa paridad, para organizar congresos bien instalados, y con muchos patrocinadores, en pleno centro de la ciudad y hablar y hablar de todo lo que hay que hacer para llenar las comarcas, y después a zampar al Camarote Madrid, que tenemos frescas las gambitas de Huelva, oiga. No, no y mil veces no. Para llenar un pueblo, lo primero, es dejar que la gente que quiere estar esté; lo demás es vender humo, y de eso en León, sabemos mucho. Vamos a ser un polo tecnológico, natural, turístico y logístico… pero el polo se derrite y solo queda el palito.

Los que se sientan bajo mesas de roble en grandes despachos y muy lejos de los pueblos suelen conocer la teoría, no así la práctica. Véase el caso, por ejemplo, del conflicto con los regantes de la zona de la Valduerna leonesa por parte de la Confederación Hidrográfica del Duero, que aplican la norma para la regulación de los ríos, que no son capaces de incluir el rio cabecera en el plan hidrológico, que asumen que la legalidad debe imperar sin tener conocimiento del terreno, de la situación de los profesionales o la nula inversión en modernización desde hace tantos y tantos años. Circunstancia que hace que los agricultores deban seguir haciendo las cosas tal y como se han hecho siempre para poder sobrevivir.

Cooperativas, asociaciones vecinales, emprendedores culturales (¡bravo Marciano Sonoro!) empresarios rurales, grupos de acción local, entidades como el Instituto de Estudios Cabreireses y tantos otros que batallan por la vida en los pueblos desde los pueblos… a todos estos colectivos nunca los veo en la foto con los políticos de turno, nunca sentados en largas mesas con zumitos al centro. Será que están partiéndose el lomo donde se bate el cobre, jodidos y enfadados por lo que tienen que ver y escuchar, debatiéndose entre seguir con la lucha o dejarse llevar por la marea. Hace unos días veía a un paisano sentado en un banco a las afueras de Murias de Pedredo. Mirada al frente, sin esperar nada, o quizás esperando el final. Levantó la cacha tras mi ciclista paso, asintió y venga, que pase el siguiente. A ese maragato lo sentaba cinco minutos en nuestra mesa por León, ya saben, para que pudiera sacar la vara y, al menos, quedarse a gusto.

Días como este

Recuerdo ese día casi cada día. El sol entraba en la cocina por la puerta de la terraza, mi madre, sentada en la banquetina blanca, pelaba las vainas de las judías sobre un recipiente metálico que sostenía sobre las piernas. Delgadita, apenas un suspiro de mujer, sin el pañuelo en la cabeza y con las gafas puestas. En la fase final de la enfermedad, cuando apenas le quedaban algunas semanas de vida, ese día, precisamente ese, se encontraba bien. Tranquila, concentrada en su labor, con el sol bañándole la espalda, la miré agradecido al otro lado de la estancia, recién llegado a casa a mediodía. “Hoy estoy bien”, me dijo tras preguntar. Contento, la animé a seguir con su labor. “Hay que aprovechar días como este”, añadió sin levantar la mirada de los fréjoles. Y yo, que me estreso por todo, entendí que los días como ese, como este, son los mejores. 

En días como este se reía temblorosa viendo las andanzas de los Alcántara en televisión. En días como este abrazaba a su nieto de ojos azules, llenos de esa vida que a ella poco a poco le iba faltando. En días como este la llevábamos al pantano de Villameca, donde miraba tranquila el suave ondular del agua, muy recta, enfundada en sus botas ‘Ugg’, bien calentita, disfrutando el paisaje el ratillo que era capaz de mantenerse de pie. En días como este tenía ganas de una galleta, de un pastelito o de una manzana pelada. En días como este cruzaba el umbral de su casa de Santiagomillas, recordando a su tía Lola, añorando los veranos de pintura con su amiga Marisa, los banquetes en el comedor de suelo rojo el día del Patrón con su cuadrilla de repatriados en el pueblo. En días como este se animaba a ver viejos álbumes de los veranos en Gandía, en Sanxenxo, en Isla o en Laredo, mientras le decía a mi padre, con un hilo de voz, que no había sido capaz de salir sin el puro en la boca en una sola foto. En días como este le encantaba dar algunas instrucciones de organización en la casa; coger algo en tal o cual cajón, mandar arreglar la manilla de la puerta de la despensa o “cambia esa bombilla, Luis Antonio, por favor, que llevo meses diciéndotelo”. En días como este nos hablaba de Madrid en los sesenta, del teatro que vio y leyó allí, de las sesiones dobles, a veces triples, de cine, del piso de Gran Vía, de su jefe en el Ministerio del Interior, que al pronunciar las ‘bes’ o las ‘uves’ lo hacía para que no hubiera lugar a dudas en el dictado de sus cartas, de sus fiestas con Annick Duval o de la visita a la base aérea americana de Torrejón, con “aquellos castillos de tíos que eran los pilotos americanos”. En días como este se asomaba al balcón, para ver el transcurrir de la calle Los Sitios, como años antes hacía con los abuelos en la calle Postas. En días como este nos miraba y sonreía. En días como este era feliz.

Y así se resume la vida, así la supo vivir ella durante su enfermedad, a trocitos de felicidad entre grandes nubes negras. Ratitos aprovechados y sobre todo conscientes de su fugacidad, quizás por ello más dichosos. Hoy, primero de abril, es su cumpleaños, también el de su mellizo hermano José Manuel, que tampoco está. Y seguro que, en días como este, quiere un recuerdo bonito, desea que agarremos ese instante y lo aprovechemos al máximo. En días como este, mamá, también te echo de menos. Feliz cumpleaños.

Los cuatro de San Martín (del Agostedo)

Caminan de dos en dos por la empapada senda que une el pueblo con la carretera que llega a Val de San Román. Delante, ellos, dos señores ataviados con boina y bastón, cual uniforme rural para el paseo vespertino, flanqueados por un gran pastor alemán que luce pelo algo cano ya, pero brillante, tranquilo, sin mucha intención de ladrar a nadie. Detrás, a unos cuantos pasos, sus dos paisanas, con otro par de perrillos alborotando a su alrededor, con más ganas de jaleo que el viejo grandullón. Chaqueta de punto y pantalón suelto ambas, una de ellas sin más prenda, a pesar de la fría tarde de enero, con el sol ya cayendo y apenas calentando, aunque con un cielo limpio de cualquier nube. Las señoras charlan sin dejar de andar; ellos parando cada poco, volviéndose el uno hacia el otro y levantando el bastón para señalar, o exclamar, que para todo sirve, y reanudando el paso ligero a continuación para no ser alcanzados por la comitiva femenina. Un paseo, en definitiva, como el que quizás lleven décadas haciendo, con el silencio en el aire, solo roto por las palabras, los animales, el crepitar de alguna rama al ser pisada y el rumor constante del río Turienzo, a tan solo unos metros de allí, aunque escondido por la frondosidad que lo acompaña en sus márgenes. 

Llego a esa senda tras recorrer con mi bici San Martín del Agostedo, sin cruzarme a nadie, con las calles vacías hasta de sombras y el invierno cayendo a plomo en el maragato pueblo. Espectacular soledad del paisaje rural en esta época del año, tan solo interrumpida por las dos parejas de caminantes. “Perdonen, que paso”, aviso a las señoras a mi llegada, frenando mucho la marcha, por lo de no salpicar de barro a nadie. Los dos chuchos me miran mal, lo noto, pero se apartan prudentes, luciendo colmillo, eso sí. “Buenas tardes, joven”, me suelta una de ellas, amable, cariñosa incluso. Sé donde conduce ese camino, pero pregunto, por aquello de entablar: “Esto sale a la carretera, ¿verdad?”, “Si, hijo, si, sales ahí antes de la curva, pero mira bien”, me aconseja la señora sin abrigo. “Muchos coches no habrá ahora por aquí, ¿no?”, le devuelvo la pelota con segundas. La contestación refleja todo lo que esconden este tipo de señoras, normalmente en los pueblos, con la sabiduría del sentido común por bandera. “Basta que llegues, ‘pa’ que pase”, resuelve. Simple, sencillo y elemental, pero tan difícil de encontrar que asusta y maravilla a partes iguales. “Vas bien abrigado”, me espeta su compañera, cambiando de tercio. “Es que en la bici se pasa frío”, le indico. “Eso ahora, antes pedaleábamos”, responde tajante. Otro guantazo de realidad, viéndome ataviado con ropa técnica, térmica, dinámica y semi espacial, subido en la bici de carbono con cien piñones, frenos de disco y llena de amortiguadores. Me siento un auténtico imbécil en ese momento. “Tiene usted toda la razón”, admito cabizbajo. 

Me despido, y recorridos unos metros, llegando al limite de la senda y al pie de la carretera, ya miran desconfiados los dos señores, mientras el buen pastor jadea ligeramente después de beber de un charco. “¿Qué vienes, de Rabanal?” me espeta uno de ellos, mientras señala la dirección con el bastón y a unos centímetros de afeitarme con él en la maniobra. “No, salí de Astorga y di la vuelta por Murias (de Pedredo)”, informo. “Ahí andaban arreglando el camino”, apunta el compañero de paseo. “Pues arrea, que se te hace de noche”, me suelta el primero, solícito, sin hacer ningún caso del comentario anterior. Una vez sabido de dónde vengo, a dónde voy y con el consejo liberado, poco intereso ya, como debe ser. Sigo mi camino, dejo atrás a los cuatro de San Martín, con su charla, su pueblo, su vida tan diferente a la mía, que sigue conservando el legado de nuestros pueblos casi deshabitados. Una forma de existir que tiene los días contados, pero que yo disfruto pudiendo ver aún. Mis recorridos invernales por los pueblos encima del sillín son un placer absoluto, descubierto al fin. Por las tardes, al caer el sol y en día laborable. Un martes, un jueves o un lunes. Yo les recomiendo que si quieren conocer la realidad del mundo rural vayan al mundo rural, pero no en verano, ni en sábado, ni en la fiesta de los Remedios, la Carballeda o el día del Patrón. Den una vuelta el miércoles que viene, 19 de enero, a las 5.30 de la tarde. Respiren, observen y escuchen. Eso es la vida. Por cierto, ese día, al salir a la carretera de Val de San Román pasó como una exhalación un Seat Altea rojo, y efectivamente se cumplió la predicción: “basta que llegues, pa que pase”. Amén.

Mis abuelos (no) beatos

Mis abuelos maternos tendrían que haber sido mártires y beatos, si, los dos y literalmente hablando. Y yo no estaría escribiendo esta historia si la vida no fuera un continuo giro de guion. Una historia de casualidades y causalidades. La historia de dos caminos paralelos que terminaron convergiendo por obra y gracia de la Guerra Civil, que a muchos se llevó, pero que a mí me ha traído hasta aquí. Esta es una historia increíble, que merece un relato, y dos capítulos. 

Tengan en cuenta ustedes dos escenarios; ambos emplazados a los pocos meses de comenzar este maldito borrón de nuestro pasado: el monasterio de los Padres Oblatos en Pozuelo de Alarcón (Madrid), y el destacamento del bando Nacional en el Puerto de Somiedo (Asturias). En esos puntos murieron asesinados, en un corto intervalo de 1936, 23 religiosos de dicha orden y tres enfermeras astorganas de Cruz Roja. Los primeros, beatificados en la Catedral de la Almudena de Madrid en 2011. Las segundas, subidas a los altares en la Catedral de Santa María de Astorga una década después. Este es el relato de dos personas que tuvieron que estar, pero no estuvieron, y que finalmente, juntos, supieron estar, y ser.

Capítulo I

A mi abuelo, Ramón Sutil Franco, paramés de Grisuela, nacido en 1909, hijo de labradores y con ocho hermanos, sus problemas físicos no lo dejaron manejar los aperos, ni tirar de los bueyes, ni recoger la cosecha. Un poco cojo y con problemas respiratorios, pronto decidieron en casa que lo mejor, dadas las virtudes del chaval, era mandarlo a un monasterio a estudiar Letras. Así empezó el discurrir del tímido Ramonín, en el monasterio de Oñate (Guipúzcoa), donde se empapó de filosofía, rezo y meditación. Para completar su formación, el ya hermano Sutil fue enviado, meses antes del levantamiento nacional, al monasterio de los mencionados Oblatos, en Pozuelo, donde finalizó su carrera humanística. Entregado a Dios, y a las letras, las circunstancias en Madrid, en los primeros días de la guerra, obligaban a decidir. Los milicianos, reunidos los fines de semana en la conocida Fuente de la Salud, próxima al monasterio, llevaban semanas tirando piedras y palos al edificio, al grito de “¡muerte a los padres!”. La tensión aumentaba como rescoldo que se convierte en llama, y tras un mal encuentro, en una de las salidas dominicales del convento, el padre Sutil se quitó el hábito, se colocó una boina, una vieja chaqueta parda y metiendo cuatro libros en una maleta salió con nocturnidad, sin mirar demasiado atrás, hacia la casa de unos vecinos del pueblo emigrados años antes a la capital. Allí fue escondido, aterrorizado, muy pocos días antes de ese 22 de julio de 1936, cuando a las tres de la tarde fue atacado el convento. Dos días después comenzaron las primeras ejecuciones de los Oblatos, sin juicios ni interrogatorios, según expone el postulador de la causa, Joaquín Martínez. Mi abuelo, y algún compañero más, tendría que haber estado en ese grupo, pero su destino como mártir y beato no estaba así escrito. El primer giro de la narración había llegado.

Se da la circunstancia, además, que Ramón no solo se libró una vez de la muerte entre las fauces de la cruenta guerra. Su vuelta a casa se marcó rápidamente por dos circunstancias: su boda con Josefa, hija del secretario del Ayuntamiento de VIllamañán, que lo inició en estas labores y lo animó a presentarse al curso y oposición a esta función pública (profesión seguida por sus dos generaciones posteriores), y su llamada a las filas nacionales, como civil en edad que era. Así las cosas, el señor Ramón, fue reclutado en el destacamento nacional de Monforte de Lemos. Poco duró la aventura en Galicia. Pocas semanas más tarde su pelotón iba a ser trasladado a Simancas, a primera línea de fuego. Una batalla donde murieron casi todos los componentes del destacamento. Horas antes de coger el tren, un coronel, con ascendencia leonesa, le había dicho: “por nada subas a ese tren, Sutil”. Cuestiones morales aparte, mi abuelo no subió, salvó su vida y la de todo su linaje. La vida, no obstante, volvió a ponerlo a prueba, ya que con a penas 35 años y dos hijos (Ángel Teófilo y José Ramón) se quedó viudo. Poco tiempo después, una boda consensuada con Delfina, con quien tuvo a mi madre, María Dolores, y a mi tío José Manuel, nos da pie al segundo de nuestros capítulos.

Capítulo II

Delfina Pérez Rodríguez, mi abuela, nacida en Bilbao y con tres hermanos más (dos varones y una mujer), pronto emigró con sus padres, Pedro y Dolores, a Mondoñedo (Lugo). Su padre regentaba una pequeña empresa dedicada al vino. Una bodega, algunas tinajas, unas viñas y dos mulas con las que lo vendía, haciendo negocio y prosperando de manera notable. Una vida tranquila hasta que un fatal accidente con el carro dejó a los cuatro hermanos a solas con su madre. Una señora, por cierto, que tal y como contaba mi tío José Manuel Sutil, era una adelantada a su tiempo, sabía de números, sabía manejar los pedidos, clientes, producción… pero el machismo de la época no la dejó seguir con la empresa. Sus hermanos, que residían en Santiagomillas, decidieron por ella y la obligaron a volver al pueblo con sus hijas, ya que los dos varones emigraron a Argentina al salir de Galicia. La vieja casa de don Pedro García Matanzo volvía a abrir sus puertas, aunque finalmente tampoco para Delfina.

En Astorga, el deán de la Catedral por aquel entonces, primeros compases de la década de los 30, era Don Magín Rodríguez García. Canónigo de la época por antonomasia, un cura de libro. Su carácter recto y bastante autoritario no le impedía, eso sí, ser cariñoso con todos sus sobrinos, al que llamaban ‘el abuelo Magín’. El sacerdote era tío carnal de mi abuela, y quién sabe qué vio en ella, pero quiso que la chica estudiara en Astorga y se formara, e imaginamos pudiera también ejercer de cuidadora y acompañante. Aquí, en este punto, comienza su conexión con las enfermeras mártires de Somiedo, concretamente con una de ellas: Pilar Gullón Yturriaga, hija del célebre político Manuel Gullón, diputado por Astorga durante seis elecciones consecutivas desde 1910, ocupando también cargos a nivel nacional, como el de director general de la Administración o subsecretario de Gracia y Justicia. La fuerte amistad entre las dos jóvenes, a pesar de su distancia social, fue posible ya que tío y sobrina vivían en un pequeño chalé propiedad de los Gullón, que el político astorgano había mandado construir al fondo del jardín de la gran casa familiar, con fachada para la actual calle Santiago, ahora convertida en ‘Casa Tepa’, hotel propiedad de dos descendientes de esta familia. Ese chalé, con salida al mencionado jardín, pero también a la actual calle de Los Sitios, en aquel momento calle Santa Marta, había sido levantado en un principio para que la suegra de Manuel Gullón, María Rodríguez de Cela, pasara los inviernos en él. El deán, amigo íntimo de la familia propietaria, se había instalado en ese pequeño palacete modernista, hoy restaurante, por lo tanto, llevando a mi abuela y procurando esa amistad con Pilar, llamada por todos ‘Pilín’, poseedora además de una gran belleza. Años de convivencia, de juegos, de confesiones, de estudios, nos llevan a 1936, momento en que, de la mano de Cruz Roja y como voluntarias, Pilar, junto a sus amigas Octavia Iglesias y Olga Pérez, son enviadas al destacamento nacional en el Puerto de Somiedo donde se defiende la frontera astur-leonesa. Tres enfermeras, que, en realidad, como se pueden imaginar a estas alturas del relato, iban a ser cuatro. Delfi, que es así como llamaban a mi abuela, deseaba partir con su amiga, subir a Asturias para ayudar a los soldados que defendían la frontera en la montaña. Largas y tendidas conversaciones entre las dos habían dado lugar a ese objetivo común, pero de nuevo, como dice el clásico, con la Iglesia hemos topado.

A pocos días de partir, y una vez enterado el tío Magín, los planes se fueron al traste ante su total negativa a la marcha de Delfina. Lo consideraba muy peligroso, algo que choca con la carta enviada por él mismo a Pilar Gullón, una vez en el frente y antes de conocer la trágica noticia, en la que la animaba a seguir con su trabajo en Somiedo. Lo cuenta de forma sublime la periodista y escritora Mercedes Unzeta – Gullón en el capitulo XVII de su texto ‘Aires de Guerra’, dedicado a las ya beatas y publicado en el periódico digital Astorga Redacción. Delfi no subió con los nacionales y perdió a su amiga íntima, pero continuó su vida y pudo casarse, teniendo dos hijos. En diversas ocasiones me relataron el pesar de la abuela Fina (así la llamábamos nosotros): su angustia primero, su triste lamento después, sobre todo en esos días, descritos muy bien por Mercedes, donde la ciudad esperaba la confirmación a lo que ya se palpaba en el ambiente. Solo un día después de acudir a su puesto fueron asesinadas en ese otoñal octubre, donde las hojas caídas en el viejo parque del Generalísimo, hoy Sinagoga, crujían y crepitaban al paso de los caminantes más fuerte que nunca. El cruel homicidio de las tres amigas, que pudieron ser cuatro, sumía la bella Asturica en un profundo pesar.

Sin decisiones propias y ajenas que marcaron un nuevo rumbo en sus vidas, vayan ustedes a saber si escritas con capricho por el destino o fruto de la más oportuna casualidad, mi abuelo Ramón debería haber sido fusilado en Madrid en el 36 y beatificado en 2011; y mi abuela Delfina tendría que haber sido asesinada en Pola de Somiedo, también ese año, y reconocida como mártir hace tan solo unos meses. Un relato de los no héroes de la guerra, de los no beatos de la Iglesia, pero que pudieron ejercer un papel aun mayor en la vida de su familia.

Ramón Sutil y Delfina Pérez

Maragato Sutil

Conferencia de José Manuel Sutil en Val de San Lorenzo, año 2019.

Subían lánguidas las notas sostenidas que salían de la flauta de Javier de Cabo. Ascendían por las torres catedralicias hasta casi llegar a los pináculos, donde una corriente las llevaba rumbo oeste a la tierra de sus amores. Adiós, maragato Sutil, le dijimos entre aplausos finales. Una despedida con un mar de lágrimas para uno de los últimos exponentes de la historia de la comarca, rodeado de familiares, compañeros y amigos, a punto de iniciar su último viaje a Santiagomillas, entre sones de castañuela y tamboril, como así debía ser, como así habría querido que fuese. Con el folclore popular que tanto estudió y profundamente amó. Tal y como él solía decir: me imagino el cielo como una gran fiesta maragata. Se iba un buen cura, una buena persona, un enamorado de la tierra que lo vio nacer.

Perdona que te cuente mis temores, me confesaba de camino al hospital, 48 horas antes. Tengo miedo de lo que puedan encontrar, susurraba a media voz. Sutil no tenia miedo a morir, tenía miedo a sufrir. Y no sufrió. Le prometí celebrar su recuperación con unas buenas sopas de ajo, con el pimentón justo, con el pan bien ‘migao’, en casa Luci, como él siempre decía. Sopas, y un poquito de tortilla con ensalada; sin olvidar el arroz con leche, o el flan. Agradeció efusivo, pero con un ‘veremos’ final que suspendía amargo el plan en el tiempo. Se fue tranquilo, pero sin la cazuela de barro y la cuchara de madera, y mucho antes de lo que tocaba. Partió como vivió; sin algaradas, sin adornos, en silencio y de puntillas, dejando claro dónde, en caso de fatal desenlace, quería descansar, y estar para siempre. El maragato ya se convirtió en Maragatería. Misión cumplida. 

De la vida de este señor cura podemos destacar su obra, ya que ambas, vida y obra, fueron una e indivisible. La última lección que recibí fue la historia de su infancia en el Val. Le pregunté dónde estaban ubicadas las dos casas en las que vivió, y todo derivó, como era menester con él, en dónde estudiaban sus hermanos la carrera de Derecho, dónde gestionaba su padre la administración local, o cómo revolucionaba el pueblo mi madre al llegar de Madrid con su vestido de lunares. Sus veranos tras los cursos en el seminario, los bailes y las zapatetas en el parque. Una vorágine de recuerdos, diáfanos como fotos, con su ubicación, su fecha y sus protagonistas contando la historia. 

Pesa un quintal su legado, amigos, ciertamente abrumador. En parte detrás de mí, en esta inmensa biblioteca que luce en la sala de bodas de su casa arriera, bajo este escritorio de nogal en el que hoy coloco mi portátil para dedicarle mi escrito, con libros de Isabel Cantón o Esteban Carro Celada, con decenas de cajas llenas de fotografías, perfectamente catalogadas, a mano, con letra fina, sacada, parece, de un bisturí: Virgen de los Remedios, documentación sobre los pendones de la comarca, sobre trajes, sobre pueblos, sobre iglesias, sobre la vestimenta de los tamboriteros y danzantes, o la más jugosa, que reza: “textos sin publicar de J.M Sutil”. Un universo de una pequeña comarca leonesa, eso sí, singular como pocas, que también tuvo la fortuna de contar con un cronista de postín. Su último trabajo, escrito a pluma, es una gran recopilación sobre el traje maragato, partes y tipología, que formará un libro editado por el ya extinto Museo de las Alhajas en la Vía de la Plata, junto a la descripción de la vestimenta de otras comarcas del camino romano. Ojalá pueda ver pronto la luz, parece que sí. Estamos, quizás, ante el trabajo definitivo sobre prendas maragatas. 

Tras su fallecimiento, comprendí realmente lo que José Manuel fue para sus pueblos, el hondo calado que dejó en todos sus habitantes, su labor pastoral, pero sobre todo su labor de vecino, su discreta ayuda y serena complicidad con todos. Era un cura con una palabra amable, que simplificaba lo complicado, que no tenía un ‘no’ para sus feligreses, que surcó durante 40 años las carreteras maragatas en verano y otoño, con nieve y calor, sano y enfermo; por tan solo comer con el vecino de Filiel que le guardaba las llaves de la iglesia, por oficiar una fiesta con siete vecinos o por abrir una pequeña ermita perdida. Su deber y su devoción. 

Paseen por la pradera del Barrio de Arriba de Santiagomillas, por la era de Lagunas de Somoza, siéntense enfrente de Nuestra Señora de los Remedios en Luyego, caminen por el parque del Doctor Pedro Alonso en el Val, descansen junto a la iglesia de Filiel, mirando el Teleno, vayan a contemplar ‘las Hurdes’ maragatas a Molinaferrera, Valdemanzanas o Prada de la Sierra, cojan alguna ciruela en Valdespino, admiren las anchas calles y nobles piedras de Quintanilla de Somoza, abríguense del enero en Chana, admiren las puertas de Castrillo, o los corredores de Santa Colomba… en todos esos lugares está él, preservando la memoria de un pueblo, enriqueciéndolo y no dejándolo morir. Son éstas las personas que luchan por el mundo rural. Las que respiraron su aire por cada poro de su piel y en cada día de su vida. Descansa en paz, querido tío, y disfruta de tu gran fiesta maragata.