El cocherito, leré

“Señora, si levanta más el carro, me va a tirar a las niñas”, le dije asustado. “Es que, si no, no las veo”, me contestó de inmediato y apoyándose todavía más. Coño, y tan ancha. Ni un poco colorada se puso mi desconocida amiga ante la advertencia. Amigos, he descubierto ese deporte de riesgo del que me habían hablado: pasear con un carro gemelar y dos criaturas dentro (y no morir en el intento). Abro hilo, si me dejan escribir…

Llama la atención, lo reconozco, y más en un pueblo, el tema gemelos; gemelas, en este caso. Pero la fantástica yincana a la que todos los días nos enfrentamos, cada vez por suerte con menos obstáculos, desde mi casa hasta la plaza, o la muralla, o el Jardín de la Sinagoga, no mucho más de 300 metros en cualquiera de los puntos, es para contar. Armado con adarga antigua, mi más cínica sonrisa y toallitas desinfectantes, voy por la vida ahora, amén de procurar un día más respirando y sin infecciones a mis hijas. Suelen ser señoras, las que advierten de forma verbal lo que en ese preciso momento requieren las pequeñas, tocan sin permiso, o lo habitual; las dos cosas a la vez. Empiezan por un pie, mientras te sueltan un “¡Uhh, tápala que los tiene helados!”. Luego, provistas de una confianza extraordinaria, suben hacia los bracitos, y si no cortas la hemorragia acaban frotando su mano por la cara, mientras introducen más y más la cabeza en las profundidades del capazo, donde llegan, vaya si llegan, para rociar la pequeña faz con un buen guiso de saliva, porque, evidentemente, el proceso lo suelen hacer sin dejar de hablar ni un instante, oiga, a un volumen considerable.

Hubo un día, no miento, que una de ellas cogió la mantita, que les llegaba a la cintura, y la subió hasta cubrir totalmente a la niña, vamos, como si fuera un cadáver. Ojiplático, y ciertamente asustado, pregunté a la paisana el porqué de aquel amortajamiento, pobre hija mía, aludiendo la señora a la posibilidad de una otitis inmediata y fulminante si no cubríamos las orejinas. No sabía si reír, llorar o embalsamar a la buena mujer con la puñetera mantita.

Mención destacada merecen también las manadas de señoras, que se mueven rápido y todas juntas para rodear el cochecito. Es impresionante verlas en acción. En un instante tienes a cinco o seis acechando, pasando por detrás de ti y tomando posiciones. Estás muerto, has perdido el control del carro, te encuentras tres pasos por detrás y la recua sujeta el asidero, normalmente entre dos, mientras que otras guardan los flancos, y alguna más asoma por la cabeza del capazo, en una visión desde abajo, imagínense, terroríficamente poliédrica. Pobres niñas; no puedo describir lo que sucede a continuación, de verdad que no puedo. Como señalaba antes, con adarga, apartando sutilmente con los brazos, e intentando no ser borde (o lo menos posible) voy recuperando a las chavalas, que muestran su pavor e incredulidad. Una de las crías, Ana, cuando se van estornuda, no falla.

Consejos todos, de todo tipo, y preguntas, muchas preguntas y cuantiosas afirmaciones también. Dos son las curiosidades estrella. “Niño y niña, ¿verdad?” mientras se apoyan en las dos capotas más rosa barbie que pude encontrar, será por lo de la igualdad de género que no atinan, digo yo. La segunda es más escatológica, “oye, ¿y hacen caca a la vez?”. ¿En serio? Pues oiga, es una cuestión muy demandada la cronología y simultaneidad de las deposiciones de las gemelas. Me han interrogado sobre el banco donde abrir la cuenta infantil, la marca del humidificador del dormitorio; cosas muy raras la verdad… “Mire, no tengo ni una cosa ni la otra”. Una mezcla de Valle-Inclán, Kafka y Berlanga. Dando un paseo a las tres semanas de nacer, incluso tuvimos que escuchar, “¿pero cómo las sacáis tan pequeñinas de casa? ¡Pobrecitas!”, mientras yo pensaba: pobrecitas si en 20 días no las hubiéramos sacado.

También las hay que exigen su derecho inalienable a verlas, sin importar cuanta prisa, o no, tengas. Recuerdo otra ocasión que tuvimos que salir de una cafetería con cierta urgencia, al tiempo que dos señoras esgrimían un “ay, ay, a ver a ver esos bebés”; continuando hacia la puerta y haciéndome descaradamente el sordo (cosa que a ellas también se les da bien) tuve que escuchar con disparatado enojo un “¿qué pasa, que no nos los quieres dejar ver?”, y echando por tierra toda mi paciencia espeté: “¡Efectivamente, señora!”. Reconozco que es gracias a la mamá el salir airosos de tan esperpénticas situaciones sociales, torea que es una maravilla. Mi sonrisa falsa es totalmente increíble, o sea, que nadie se la cree.

Desde luego nadie (o casi) quiere ir a molestar, algunas personas solo se dejan llevar, digamos, más de la cuenta por el entusiasmo, por lo tanto, vaya mi agradecimiento a cuantos se han interesado por Lola y Ana estos meses. Ha sido un verdadero ejercicio de paciencia y civismo el mío, que para algo me servirá, digo yo. Espero, no obstante, que para mis próximos gemelos este articulo haya sido leído por la mayor cantidad de gente posible, sabiendo también que esto es eso, solo un artículo. Gracias.

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