Una vida en la ventana

Ramón Sutil
El único chiste que le escuché contar a mi abuelo en toda mi vida fue el siguiente: “¿A qué no sabes cómo suena el timbre de la Casablanca?” “Clin-tooon”. Buena muestra de la época en la que me lo contó y de que no tenía delante de mí a Miguel Gila precisamente.

Ramón Sutil cumpliría este 16 de mayo 104 años. No era un tipo divertido, ni demasiado hablador, serio, casi impertérrito, cuidadoso con su aspecto, de corbata diaria, de chaleco encima de ella, de zapatos relucientes, negros casi siempre, con cordones, que en el ocaso de su vida alguna vez le tuve que atar. Alto, de fino cutis y pelo cano. Cara blanquecina y manos con largos dedos. Escrupulosamente cuidadas; solo tuvieron que coger papel y lápiz durante toda una vida. Un paramés que no conoció azada, ni cuerda, ni gubia. Elegante, preocupado por su apariencia, de estrictos modales, de trato algo frío, sobriamente educado, con la sonrisa oculta y habla justa. Con el caminar firme, a pesar de su leve cojera, y la conciencia tranquila.

Un hombre cuya vida es para contar, como la de todos los abuelos. Y en ello llevo pensando desde que el gran Andrés Palmero (ojo, fotógrafo a tener en cuenta) me pasó la imagen que preside este post. Una foto tomada desde la vivienda del artista, justo en frente de la casa de mis abuelos, en la peregrina calle Postas de Astorga. El fotógrafo, tras ver a Ramón día tras día, año tras año, sentado ante su camilla leyendo escrupulosamente el periódico, decidió inmortalizar el momento, algo que nunca podré agradecérselo del todo. Una foto en blanco y negro, una vida en blanco y negro, detrás de una ventana leyendo, escribiendo, estudiando. Una imagen para un momento. Un momento que duró toda una vida.

1909. Grisuela del Páramo, Léon. Hijo de agricultores, labradores se llamaban antes, Ramón, hermano de otros seis, nunca pudo dedicarse al campo, por no ser apto físicamente. Un problema en un pulmón, una leve cojera, una bendición del cielo. “Y si no puedes labrar, al convento a orar”. Aún siendo un niño se fue a Oñate (Guipúzcoa), donde terminó estudiando Filosofía y Letras en el monasterio. Empezaba su imagen leyendo al lado de una ventana. Poco antes de la Guerra Civil fue trasladado a la congregación de los Oblatos en Pozuelo de Alarcón, donde continuó y finalizó su formación humanística.

Y los hermanos decidieron matarse en el 36. Y unos decidieron quemar monasterios y conventos, y ahí estaba el bueno de Ramón, escapando de milagro, vestido de paisano y sin mirar atrás, sobreviviendo a la matanza por primera vez, no sería la única. Y la guerra le cambió la vida. Escondido en una casa en la capital, gracias a algunos vecinos madrileños, Ramón sabía que ya no podría seguir el camino emprendido, por lo que tomó el de vuelta a casa. Su historia eclesiástica (para bien de sus descendientes) había terminado, pero no su idilio con las letras.

Josefa, la hija del secretario de Villamañán, fue la que lo enamoró en primer lugar. Y con ella se casó. Su suegro lo inició en las labores administrativas locales y tiempo después y dada su completa formación aprobó las oposiciones a Secretario de Ayuntamiento. Pero antes de esto, la guerra lo llamó, y Sutil fue a parar a Monforte de Lemos como soldado del bando Nacional. Lugar donde volvió a salvar la vida, por segunda vez. Un tren, un chivatazo, un acto de cobardía, o de valor, según se mire.

Un amplio destacamento de Monforte se iba a trasladar a Simancas para librar una de las batallas más cruentas de la guerra del 36. Una batalla en la que murieron prácticamente todos los miembros de su pelotón. Horas antes, un coronel le había dicho a Sutil: “no subas a ese tren por nada”. Un acto de cobardía. Indisciplina. ¿Un cobarde para la guerra?, un valiente para la vida.

Y de nuevo regresó a su casa. Y la vida hizo demostrar su valentía cuando con dos hijos pequeños (Ángel Teófilo y José Ramón) y 35 años de edad se quedó viudo. Algo que lo puso a prueba. Se volvió a casar, año 1942, esta vez con Fina, en una boda casi consensuada, estableciéndose en Val de San Lorenzo, donde ejerció de Secretario durante 40 años y crió dos hijos más (María Dolores y José Manuel), fruto de su segunda mujer. Fina, mi abuela, describía el carácter serio y retraído del abuelo Ramón con una magnifica frase que repetía a sus hijos una y otra vez: “No sé si el que llega a casa a comer es vuestro padre o su retrato”. Sublime.

Sus últimos años (más de 25) se resumen con esa fotografía de cabecera. Su periódico, el ABC (al que más tarde sumó El Mundo), su camilla, su estufa a los pies. Diabético ejemplar, sus días transcurrían entre una disciplina férrea de horarios y comidas, y la lectura, cada vez más difícil. Nunca vi semejante pasión por la actualidad, por la lectura pausada, a sus gafas se le sumó una potente lupa, que le permitía seguir leyendo. Cuando sus ojos dijeron basta, tuvimos que leerle los artículos de los viejos periodistas de ABC y de los jóvenes entusiastas de El Mundo, que llegaban hasta Postas 7.

Un hombre detrás de una ventana, una vida detrás de un hombre, una vida, y una ventana. Una historia que merece ser contada.
Ramon estudio